Fogo - Roteiro

Fogo, isla dominada por la imponente presencia tutelar del gran volcán, símbolo de vida y energía, con sus casi tres mil metros de altitud – más exactamente 2.829- es el punto más elevado de Cabo Verde.

Originalmente el nombre de la isla era S. Filipe, y fue más tarde cuando adoptó la denominación directamente asociada al impresionante fenómeno natural que la caracteriza, aunque las erupciones sólo se produzcan a intervalos de décadas.

S. Filipe es el nombre de la capital de la isla de Fogo. Refleja en su encantadora arquitectura las estructuras sociales que fueron marcando el paso de los siglos. Las casas dominantes son los sobrados, construcciones de influencia colonial donde vivían los aristócratas que dominaban la economía y la sociedad locales.
Los primeros pisos de los sobrados, con sus galerías hábilmente trabajadas en madera, estaban reservados a los señores, que una vez al año, el día de Santa Cruz, los franqueaban a ciudadanos de otras clases sociales. Los pisos bajos estaban destinados, en su modestia y precariedad, a los esclavos, los criados y a los trabajos domésticos.

Para quien recorre estas antiguas calles de la ciudad, la visita a la Casa da Memória es un paso obligado, ahí se guardan recuerdos relacionados con el volcán, las tradiciones y la cultura de la isla.

Deslizándose en un plano inclinado hasta el mar, que viene a morir al pie de los acantilados, a través de la extensa playa de Fonte de Vila, de arena negra y brillante, en la confluencia de las costas Sur y Oeste de la isla, S. Filipe fue el polo de las actividades agroindustriales que caracterizaron Fogo y modelaron su vida: los cultivos del algodón, la vid, la “purgueira” y las actividades de transformación y exportación de esos mismos productos – además del aceite de ballena y cachalote.

Esta isla estuvo originariamente habitada por grandes propietarios oriundos de Santiago, y por esclavos transportados desde la costa de Guinea, mano de obra en la que se basaba el desarrollo y el progreso de toda la isla. De estos orígenes tan opuestos nació una comunidad muy orgullosa de su isla, guardián de las riquezas populares que acumuló.
Con sus más de cinco mil habitantes, S. Filipe es una ciudad con ricas y polifacéticas tradiciones culturales, entre ellas la fiesta de S. Filipe, el 1 de mayo que atrae a personas de todo el archipiélago y a emigrantes que trabajan en otros lugares del mundo. De profunda tradición religiosa, en la fiesta de S. Filipe predomina la misa y la procesión, pero no se queda ahí, extendiéndose los festejos a diversas manifestaciones populares, de las que destacan las carreras de caballos, en una pista próxima al aeropuerto, una cachupada para todos, y los bailes populares.
La fiesta de S. João, en junio, también es una interesante y peculiar manifestación étnica, que combina lo sagrado y lo profano, caracterizada por creativos disfraces que aportan un colorido vibrante a los desfiles que se desarrollan en las playas de arenas negras que rodean la isla.

Como en todo Cabo Verde, cuando cae la tarde la población se entrega a las diversiones más populares, desde las más simples hasta las más creativas, la mayoría de las veces en la calle, encontrándose entre éstas la música y los distintos juegos, como el del ouril, originario del continente vecino, y que exige de los contendientes una destreza que congrega siempre a su alrededor grupos de aficionados curiosos e interesados.

Camino a Mosteiros por la costa Oeste, el viajero puede detenerse en la iglesia de S. Lourenço, una de las que siempre han marcado con fuerza las poblaciones de las islas de Cabo Verde, profundamente vinculada a las tradiciones cristianas que llevaron los misioneros, desde  el P. António Vieira, a Cabo Verde.

En Mosteiros, el pequeño pueblo alcanzó fama por su café de Fogo, producción local muy peculiar y aromática, cultivado en la pendiente que separa esta localidad litoral de los más de 2.000 metros de altitud de la selva de Bordeira, alrededor del extenso cráter del volcán.

Llegados al interior del viejo cráter, de varios kilómetros de ancho, iniciamos la expedición, que puede ser pedestre, al pequeño pueblo de Chã das Caldeiras, establecido en el fin del mundo, en la falda del cono principal del volcán. La erupción más reciente se produjo el 2 de Abril de 1995, señal de que la actividad telúrica continúa. El pueblo quedó aislado por el torrente de lava, que cortó la carretera principal en tres puntos diferentes.

Los caminantes que decidan realizar este recorrido, pueden pasar por la Casa Memória, donde se guardan recuerdos relacionados con el volcán, y alcanzar la zona de viviendas a través de los campos de lava y ceniza que actualmente cubren los terrenos de cultivo, antaño muy fértiles y que eran fuente de sustento de los habitantes.

Bajo la grandiosidad abrumadora de este ambiente, donde la fuerza y la energía son casi tangibles, el silencio y el aislamiento envuelven al recién llegado. Chã das Caldeiras es una pequeña aldea, un puñado de sencillas viviendas que los habitantes no cambiarían por nada del mundo, arraigados a este estilo de vida sencillo, duro y elemental. Pegadas al suelo, las pequeñas y bravas vides, entremezcladas con manzanos y membrilleros enanos, rasgan en verde el negro dominante, y demuestran que la naturaleza sigue siendo capaz de hacer milagros, desafiando los elementos, por más hostiles que parezcan.

Mientras al Este la lava de la erupción de 1952, al construir el cono central del volcán, creó una ladera única que discurre hasta el mar, al Oeste el viejo y extenso cráter  se cierra con una gran muralla de varios kilómetros de extensión y centenares de metros de altura. Una invitación a la escalada, con diversas vías ya existentes, tanto para profesionales como para aficionados, culminando, en la cima, en la sorprendente selva de Monte Velho.

Los visitantes amantes del contacto con las manifestaciones más genuinas de la naturaleza, no pueden perderse la abrupta subida del cono principal, sobre lava, en dirección a la cima del mismo volcán. En pocos lugares del mundo se podrá oír, con esta nitidez, el mágico sonido del silencio. Una experiencia inolvidable de aislamiento, una sensación única de fusión entre el ser humano y la naturaleza en sus expresiones más primarias, el cielo sobre nuestra frente, el suelo todavía humeante a nuestro lado, las nubes muy por debajo, cabalgando, la lava negra... Y, cuando las nubes lo permiten, la visión cautivadora de ésta y todas las demás islas del archipiélago.

De regreso de la emocionante expedición, otro alto en Chã das Caldeiras. Artesanía propia del lugar, confeccionada con lava, para quienes no perdonan los recuerdos. Éste es el escenario ideal para conocer y apreciar el baile de Talaia Baixo, las caras casi juntas y pasos armoniosos, mientras se escuchan extrañas historias del francés Armand Montrond, que dejó en el lugar una importante herencia genética y cultural, reflejada en las cabelleras rubias y ojos claros de los niños de un criollo singular.

De regreso, y tras contemplar desde las alturas la soberbia vista sobre Patim, un poblado anidado junto a un cono de volcán extinto, tejido con el hilo de los canales de agua, hay que echar un vistazo a Cova Figueira, un pueblo de lengua melodiosa, al doblar la esquina de la isla, de Sur a Este.

La mejor forma de celebrar, de regreso a S. Filipe, tan singulares momentos de viaje, puede ser la degustación del escaso y precioso manecon, el vino de las lavas, que transporta a la garganta el calor del volcán, en un ligero, pero perceptible regusto a azufre, pero sin componentes químicos.
Y si hubiera cerca una mesa puesta con un buen plato de “djagacida”, el icono gastronómico de Fogo, y una banda tocando la morna de moda en la isla, la celebración de la visita a la Isla del Volcán se cerrará con llave de oro...

Fogo, isla dominada por la imponente presencia tutelar del gran volcán, símbolo de vida y energía, con sus casi tres mil metros de altitud – más exactamente 2.829- es el punto más elevado de Cabo Verde.

Originalmente el nombre de la isla era S. Filipe, y fue más tarde cuando adoptó la denominación directamente asociada al impresionante fenómeno natural que la caracteriza, aunque las erupciones sólo se produzcan a intervalos de décadas.

S. Filipe es el nombre de la capital de la isla de Fogo. Refleja en su encantadora arquitectura las estructuras sociales que fueron marcando el paso de los siglos. Las casas dominantes son los sobrados, construcciones de influencia colonial donde vivían los aristócratas que dominaban la economía y la sociedad locales.
Los primeros pisos de los sobrados, con sus galerías hábilmente trabajadas en madera, estaban reservados a los señores, que una vez al año, el día de Santa Cruz, los franqueaban a ciudadanos de otras clases sociales. Los pisos bajos estaban destinados, en su modestia y precariedad, a los esclavos, los criados y a los trabajos domésticos.

Para quien recorre estas antiguas calles de la ciudad, la visita a la Casa da Memória es un paso obligado, ahí se guardan recuerdos relacionados con el volcán, las tradiciones y la cultura de la isla.

Deslizándose en un plano inclinado hasta el mar, que viene a morir al pie de los acantilados, a través de la extensa playa de Fonte de Vila, de arena negra y brillante, en la confluencia de las costas Sur y Oeste de la isla, S. Filipe fue el polo de las actividades agroindustriales que caracterizaron Fogo y modelaron su vida: los cultivos del algodón, la vid, la “purgueira” y las actividades de transformación y exportación de esos mismos productos – además del aceite de ballena y cachalote.

Esta isla estuvo originariamente habitada por grandes propietarios oriundos de Santiago, y por esclavos transportados desde la costa de Guinea, mano de obra en la que se basaba el desarrollo y el progreso de toda la isla. De estos orígenes tan opuestos nació una comunidad muy orgullosa de su isla, guardián de las riquezas populares que acumuló.
Con sus más de cinco mil habitantes, S. Filipe es una ciudad con ricas y polifacéticas tradiciones culturales, entre ellas la fiesta de S. Filipe, el 1 de mayo que atrae a personas de todo el archipiélago y a emigrantes que trabajan en otros lugares del mundo. De profunda tradición religiosa, en la fiesta de S. Filipe predomina la misa y la procesión, pero no se queda ahí, extendiéndose los festejos a diversas manifestaciones populares, de las que destacan las carreras de caballos, en una pista próxima al aeropuerto, una cachupada para todos, y los bailes populares.
La fiesta de S. João, en junio, también es una interesante y peculiar manifestación étnica, que combina lo sagrado y lo profano, caracterizada por creativos disfraces que aportan un colorido vibrante a los desfiles que se desarrollan en las playas de arenas negras que rodean la isla.

Como en todo Cabo Verde, cuando cae la tarde la población se entrega a las diversiones más populares, desde las más simples hasta las más creativas, la mayoría de las veces en la calle, encontrándose entre éstas la música y los distintos juegos, como el del ouril, originario del continente vecino, y que exige de los contendientes una destreza que congrega siempre a su alrededor grupos de aficionados curiosos e interesados.

Camino a Mosteiros por la costa Oeste, el viajero puede detenerse en la iglesia de S. Lourenço, una de las que siempre han marcado con fuerza las poblaciones de las islas de Cabo Verde, profundamente vinculada a las tradiciones cristianas que llevaron los misioneros, desde  el P. António Vieira, a Cabo Verde.

En Mosteiros, el pequeño pueblo alcanzó fama por su café de Fogo, producción local muy peculiar y aromática, cultivado en la pendiente que separa esta localidad litoral de los más de 2.000 metros de altitud de la selva de Bordeira, alrededor del extenso cráter del volcán.

Llegados al interior del viejo cráter, de varios kilómetros de ancho, iniciamos la expedición, que puede ser pedestre, al pequeño pueblo de Chã das Caldeiras, establecido en el fin del mundo, en la falda del cono principal del volcán. La erupción más reciente se produjo el 2 de Abril de 1995, señal de que la actividad telúrica continúa. El pueblo quedó aislado por el torrente de lava, que cortó la carretera principal en tres puntos diferentes.

Los caminantes que decidan realizar este recorrido, pueden pasar por la Casa Memória, donde se guardan recuerdos relacionados con el volcán, y alcanzar la zona de viviendas a través de los campos de lava y ceniza que actualmente cubren los terrenos de cultivo, antaño muy fértiles y que eran fuente de sustento de los habitantes.

Bajo la grandiosidad abrumadora de este ambiente, donde la fuerza y la energía son casi tangibles, el silencio y el aislamiento envuelven al recién llegado. Chã das Caldeiras es una pequeña aldea, un puñado de sencillas viviendas que los habitantes no cambiarían por nada del mundo, arraigados a este estilo de vida sencillo, duro y elemental. Pegadas al suelo, las pequeñas y bravas vides, entremezcladas con manzanos y membrilleros enanos, rasgan en verde el negro dominante, y demuestran que la naturaleza sigue siendo capaz de hacer milagros, desafiando los elementos, por más hostiles que parezcan.

Mientras al Este la lava de la erupción de 1952, al construir el cono central del volcán, creó una ladera única que discurre hasta el mar, al Oeste el viejo y extenso cráter  se cierra con una gran muralla de varios kilómetros de extensión y centenares de metros de altura. Una invitación a la escalada, con diversas vías ya existentes, tanto para profesionales como para aficionados, culminando, en la cima, en la sorprendente selva de Monte Velho.

Los visitantes amantes del contacto con las manifestaciones más genuinas de la naturaleza, no pueden perderse la abrupta subida del cono principal, sobre lava, en dirección a la cima del mismo volcán. En pocos lugares del mundo se podrá oír, con esta nitidez, el mágico sonido del silencio. Una experiencia inolvidable de aislamiento, una sensación única de fusión entre el ser humano y la naturaleza en sus expresiones más primarias, el cielo sobre nuestra frente, el suelo todavía humeante a nuestro lado, las nubes muy por debajo, cabalgando, la lava negra... Y, cuando las nubes lo permiten, la visión cautivadora de ésta y todas las demás islas del archipiélago.

De regreso de la emocionante expedición, otro alto en Chã das Caldeiras. Artesanía propia del lugar, confeccionada con lava, para quienes no perdonan los recuerdos. Éste es el escenario ideal para conocer y apreciar el baile de Talaia Baixo, las caras casi juntas y pasos armoniosos, mientras se escuchan extrañas historias del francés Armand Montrond, que dejó en el lugar una importante herencia genética y cultural, reflejada en las cabelleras rubias y ojos claros de los niños de un criollo singular.

De regreso, y tras contemplar desde las alturas la soberbia vista sobre Patim, un poblado anidado junto a un cono de volcán extinto, tejido con el hilo de los canales de agua, hay que echar un vistazo a Cova Figueira, un pueblo de lengua melodiosa, al doblar la esquina de la isla, de Sur a Este.

La mejor forma de celebrar, de regreso a S. Filipe, tan singulares momentos de viaje, puede ser la degustación del escaso y precioso manecon, el vino de las lavas, que transporta a la garganta el calor del volcán, en un ligero, pero perceptible regusto a azufre, pero sin componentes químicos.
Y si hubiera cerca una mesa puesta con un buen plato de “djagacida”, el icono gastronómico de Fogo, y una banda tocando la morna de moda en la isla, la celebración de la visita a la Isla del Volcán se cerrará con llave de oro...

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